El hombre
que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era
pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era
secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía
hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del
2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado
por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal
vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o
de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y
barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito
de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron
ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas
privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur,
que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los
eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las
tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se
contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su
casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días
de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las
culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann
había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de
Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió
con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un
murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio
grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La
arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría
hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y
desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y
las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas.
Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo
hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba
que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos.
Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a
un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una
radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una
habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y
conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo
sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el
vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo.
Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los
días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había
estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su
boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se
odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba
que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy
dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de
una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las
miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían
dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le
dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la
estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la
realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había
llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba
a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del
verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la
fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa
vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas
como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo;
unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas,
las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla
del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora
que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello
no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más
antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la
ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo
patio.
En el hall
de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que
en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un
enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa.
Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó
lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó,
mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban
como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la
sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo
del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con
uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la
abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches.
Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una
afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto
a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados
del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de
jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que
Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a
su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la
mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus
milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo
(con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos
veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me
despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres:
el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro,
encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de
ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los
trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda;
vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran
casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y
sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la
campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez
durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable
de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría
en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución,
al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado.
Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la
tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero
al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo
desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y
tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al
Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su
boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en
otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una
explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el
mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren
laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías
quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún
vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un
comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann
aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero
un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la
borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas,
Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén,
alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese
color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero,
acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos
caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo
había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre,
oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a
aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa
comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al
principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba,
inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido
y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una
sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una
eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta,
el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones
con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya
no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se
acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su
olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le
trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de
vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el
local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los
tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de
chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto.
Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de
vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso
era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la
otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había
ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la
realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se
rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate
que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea
confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo
exhortó con voz alarmada:
-Señor
Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no
se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras
conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los
peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su
nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó
con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El
compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan
Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar
su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas
palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los
ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz
que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un
rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del
Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era
como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se
inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi
instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe,
no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez
había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de
una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro.
No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos
saliendo- dijo el otro.
Salieron, y
si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el
umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo,
hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche
del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera
podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o
soñado.
Dahlmann
empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.